La nueva mezquita y el viejo temor: ¿qué podría venir con la expansión islámica en República Dominicana?


La instalación de una mezquita musulmana en República Dominicana ha reavivado un debate profundo sobre la capacidad del país para gestionar influencias religiosas y culturales que le son ajenas. Aunque toda comunidad religiosa tiene derecho a practicar su fe, la discusión real no gira en torno al islam moderado ni a los musulmanes que ya viven aquí en paz, sino a los riesgos asociados a la llegada de corrientes externas que históricamente han generado tensiones en otros países. El tema merece ser tratado con seriedad, lejos del alarmismo, pero también lejos de la ingenuidad.


El primer punto crítico se relaciona con el financiamiento. En diversas regiones del mundo, mezquitas aparentemente comunitarias han sido financiadas por grupos o Estados extranjeros que promueven interpretaciones rígidas o radicales del islam. Países como Arabia Saudita, Qatar o Turquía, a través de fundaciones religiosas, han impulsado misiones destinadas a expandir doctrinas específicas. La preocupación no es infundada: cuando el financiamiento proviene del exterior, suele llegar acompañado de instrucciones ideológicas, manuales de enseñanza, liderazgos importados y, en ocasiones, agendas políticas que no siempre son compatibles con los valores y el marco cultural del país receptor. En República Dominicana, donde no existen mecanismos sólidos para auditar este tipo de operaciones, la opacidad del origen del dinero podría convertirse en un problema de seguridad nacional.


El segundo elemento de preocupación es la supervisión del discurso. En naciones con instituciones fuertes, la entrada de imanes o predicadores extranjeros está regulada, y los templos son monitoreados para evitar que se difundan mensajes extremistas. La radicalización no ocurre de la noche a la mañana; se siembra lentamente, en conversaciones internas, en clases privadas, en la formación de círculos de estudio. Para un país como República Dominicana, cuya estructura de control migratorio y de inteligencia aún presenta debilidades, impedir la entrada de figuras con discursos fundamentalistas es un desafío considerable. La realidad global demuestra que basta un solo líder fanatizado para transformar un espacio religioso en un núcleo ideológico nocivo. Ignorar esta posibilidad es un acto de irresponsabilidad estatal.


A ello se suma el desafío cultural. La identidad dominicana es vibrante, abierta, festiva y profundamente influenciada por el cristianismo, que marca no solo la fe, sino la manera de vivir la vida cotidiana. La introducción de una comunidad religiosa que en algunos casos promueve un estilo de vida mucho más rígido puede generar tensiones sociales. No se trata de rechazar la diversidad, sino de comprender que ciertos códigos culturales islámicos —sobre el papel de la mujer, la vestimenta, las relaciones sociales, la libertad de expresión o la interacción entre géneros— chocan frontalmente con las costumbres del país. La coexistencia es posible, pero requiere un marco claro de integración, reglas definidas y un compromiso genuino de ambas partes. En ausencia de este marco, la historia ha demostrado que se forman enclaves cerrados, aislados del resto de la sociedad, que a menudo se convierten en focos de conflicto.


La experiencia internacional muestra que lo que comienza como un templo de oración puede transformarse en un centro de influencia ideológica si no se supervisa adecuadamente. Europa es el ejemplo más citado: barrios completos en Francia, Bélgica, Inglaterra y Suecia experimentaron un cambio cultural abrupto que los Estados no supieron prever. La combinación de inmigración descontrolada, financiamiento extranjero y falta de regulación permitió que surgieran espacios donde la cultura local quedó desplazada por interpretaciones religiosas rígidas. Proponer que República Dominicana es inmune a estos procesos sería desconocer la vulnerabilidad institucional que caracteriza a la región.


Finalmente, el país enfrenta un dilema que no puede evadirse. Permitir la instalación de una mezquita no es el problema. El problema es permitirla sin un sistema robusto de verificación, control y supervisión. No se cuestiona la fe islámica ni a los ciudadanos que la practican, sino la posibilidad de que, bajo el manto de la libertad religiosa, ingresen actores cuyo interés no sea la espiritualidad sino la influencia, la radicalización o la formación de células ideológicas difíciles de disolver una vez establecidas. La seguridad nacional, la cohesión cultural y la estabilidad social dependen de que el Estado actúe con responsabilidad, claridad y firmeza.


En este contexto, la pregunta fundamental no es si República Dominicana debe permitir o no la construcción de mezquitas. La verdadera pregunta es si el país posee la capacidad institucional para prevenir que un templo religioso se convierta en un canal de entrada para doctrinas que, en otras partes del mundo, han generado divisiones profundas, conflictos internos y amenazas a la estabilidad. La prevención no es intolerancia; es prudencia. Y en materia de seguridad, la prudencia es siempre más barata que la corrección tardía.

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